martes, 5 de abril de 2016

UNA ESPERA REDUNDANTE.

Este eterno invierno me ha calado hasta los huesos, estoy entumecida. Esta casa está llena de grietas,  y por ellas se cuela un frío que araña. Entra sigilosamente, se va haciendo paso e inunda todas las habitaciones, hasta hacerlas inhabitables. Sin embargo, aquí sigo esperando, paralizada por el frío. La espera no se hace tan dura como pensaba, incluso empiezo a acostumbrarme a la gelidez de mi saloncito. La temperatura es cada vez más baja, y estalla el termómetro en 423 pedazos. Cada pedazo por cada día esperándote a ti, a la suerte, a la felicidad, al futuro, a las oportunidades. Una espera que me heló, que me abrasó, que me consumió. Esperar, esperar, esperar; ¿Para qué? Quiero levantarme del sofá, encender las luces, llamar a alguien, notar que la sangre fluye de nuevo, activar mi sistema nervioso. Pero aquí sigo: tumbada, cansada, helada, rota. Cuando pienso en el primer impulso, me doy cuenta que no se vive tan mal en la espera. O quizá sí... y yo que sé. Solo quiero dormir, y dejar que el frío invada mis tejidos, mis huesos, que se adueñe de mi cuerpo, si es que ya no es suyo. Son cosas de la espera. Esperas, esperas, esperas hasta que la espera y la añoranza se transforman en tú modo de vida, y solo sabes esperar y pedir que acabe esa espera. Así, Espera y Frío se han convertido en mis compañeros, y me abrazan mientras miro fijamente los cristales del termómetro tirados en el suelo.





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